18.9.08


Los desequilibrios del poder en las parejas envejecientes
Leonor Delgadillo Guzmán*
Aída Mercado Maya**
RESUMEN
El panorama actual de la población a nivel mundial, empuja hacia una mirada diferente, en tanto que, el papel de la longevidad nunca había destacado tanto como antes. Para dar un ejemplo, el número actual de adultos mayores o también conocidos como envejecientes en México, asciende en este momento a casi cinco millones (Consejo Nacional de la Población, CONAPO, 1998). Desde las ciencias sociales se ha subrayado los efectos de esta etapa en ambos géneros. En este sentido, el objetivo del presente trabajo es analizar cómo el poder en las relaciones de parejas envejecientes, produce una inflexión importante con efectos distintos en el varón y en la mujer. Esta inflexión está ligada con la relación histórica que ambos géneros tienen con el espacio doméstico. Relación que a final de cuentas lega una ventaja social a la mujer sobre su pareja.
Palabras clave:
Poder, vejez, género.
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Power Imbalances in Aging Couples
ABSTRACT
The present panorama of population on a worldwide basis requires a different perspective, in that the role of longevity has been more pronounced than ever before. As an example of this, the present number of elders, who are also referred as the aging in Mexico, has reached a population level of five million (National Population Council, CONAPO, 1998). The social sciences emphasize the effects of longevity in this stage of life for both genders. In this sense, the objective of this paper is to analyze how power relations in aging couples produce an inflexion in this relationship with distinct effects on women and men. This inflexion is related to the historical relationship of both genders in relation to domestic space. The final relationship produces a social advantage in favor of women in this relationship.
Keywords:
Power, old age, gender.
Introducción
El actual avance tecnológico de las ciencias ha tenido múltiples efectos, entre los que destaca el aumento de la longevidad en la vida del ser humano, de tal modo que, por ejemplo en Estados Unidos, la esperanza de vida al nacer es de 78 años para una niña y de 71 para un niño1. En España, la esperanza de vida se sitúa, de manera aproximada, en 80 años para las mujeres y 74 para los varones (Brown, 1993: 26).
Este cambio demográfico genera retos diferentes al interior de la familia, específicamente de las relaciones de pareja en envejecientes2, producidos por el retiro de la actividad, las condiciones de salud y la disminución en las actividades tradicionalmente desempeñadas.
Trabajar el poder3 en la relación de pareja envejeciente, implica el cómo aquel se vivencia en dicha relación, no se trata de cualquier asociación entre individuos, hablamos de una relación interpersonal íntima (con contenidos y pautas de relación que no son públicas o del conocimiento de los demás) en la que se juega una fuerte carga afectiva, con una historia prolongada previa.
Una relación que de cara al proceso de envejecimiento se ve obligada a producir cambios adaptativos, los que pueden ser favorables (de cuidado, protección, confort, propio y del otro) con base en su recursos, su condición y sus relaciones familiares extensas, o bien, pueden ser desfavorables (de dominio, explotación, venganza, hasta llegar a la violencia directa o auto-infligida).
La dirección que tomen los cambios producidos en la relación de pareja, como la reincorporación del hombre al hogar, el cambio de actividad de la mujer dejando su independencia para convertirse en cuidadora dependerán de la flexibilidad de los miembros para ajustarse a una nueva dinámica de vida. Que al interior guarda la oportunidad de recrear la relación entre ambos así como la oportunidad de recrear el uso del tiempo, del espacio y del propio cuerpo.
El objetivo del presente artículo es analizar los desequilibrios de poder que se producen en la relación de parejas envejecientes, bajo el entendido que se afronta una situación de ruptura de la cotidianidad que se venía viviendo al momento en que el varón llega a su retiro laboral.
En este sentido, universalmente hablando, la mayoría de las culturas han establecido un equilibrio no equidistante del acceso y manejo del poder entre el varón y la mujer, este tipo de equilibrio se produce y reproduce en las relaciones de pareja y para el caso que nos ocupa: las parejas envejecientes, este principio de asignación de recursos diferenciados no es la excepción.
Particularmente hablamos de equilibrio porque se trata de un estado de relación entre ambos géneros regulado a través de normas sociales, que se objetiva en la convivencia cotidiana de la pareja. Destacando el hecho que tales normas sociales han sido asumidas por ambos miembros de la pareja con base en el poderoso efecto del proceso de la socialización; proceso transmitido y legitimado por instituciones que van desde la familia de origen hasta la escuela, la religión y el estado.
Hipotéticamente hablando se ha planteado que las parejas envejecientes pueden encontrar en esta nueva condición de vida un estado de bienestar acorde a la edad que tienen, sin embargo, la realidad señala que tal estado no se da en automático, ni como efecto consecuente de una trayectoria de vida. Es al respecto de esta situación dilemática que buscamos mostrar el cómo se juega el ejercicio del poder en las parejas una vez que se reconocen como envejecientes.
1. Fundamentación teórica
1.1. Las estadísticas hablan
De acuerdo con Ham (1999: 7) hay un importante descenso en la mortalidad y en la fecundidad, dando lugar al proceso de envejecimiento de la población. Rebasar los 60 años y experimentar las transiciones que suelen caracterizar el ingreso a la 3ra edad, tales como el retiro de la actividad económica, el llamado nido vació o la viudez, no implican necesariamente la pérdida de autonomía y el deterioro de la calidad de vida. Estas condiciones son propias de una etapa posterior, a la que se le ha denominado cuarta edad, se inicia alrededor de los 75 años (Consejo Nacional de la Población, CONAPO, 1998).
La prevalencia de la cuarta edad en el total de la población de 60 años en México se ha estimado en un 17.5 por ciento, sin embargo, la proporción de ancianos que han experimentado la transición a esta etapa final del curso de vida muestra diferencias importantes en los distintos grupos de edad, lo que sugiere que para el total de la población el incremento de las probabilidades de ingreso a la 4ta edad se presenta alrededor de los 75 años.
Entrar a la 4ta edad implicaría entonces un alto nivel de incapacidades y deterioro funcional, así como, una auto-percepción negativa de la salud, repercutiendo en una disminución de la calidad de vida. Estas características tienen un impacto tanto en aspectos biológicos, psicológicos y sociales (Tabla 1).
El Consejo Nacional de Población (CONAPO) distribuye a la población en tres grupos de edades.
0-14 años infancia y adolescencia
15-64 juventud y edad adulta
65 ó más, edad avanzada
Las cifras señalan parte de los cambios en los montos y estructuras de edades de la población de México dentro de la cual se enfoca la atención sobre las edades de 65 años y más, debido a que es en este segmento donde se inicia un declive en la calidad de vida.
Las cifras nos muestran que la tasa de crecimiento demográfico tiene una tendencia a disminuir por lo cual habrá más ancianos y se necesitarán mayores recursos tanto institucionales que den satisfacción a las demandas actuales (guarderías para ancianos, lugares de trabajo, lugares de entretenimiento, sitios de retiro para ancianos abandonados o para aquellos incapaces de sobrevivir sin compañía) de acuerdo a lo proyectado para el año 2050.
1.2. La conceptualización social del envejecimiento
La mayoría de las palabras que son utilizadas para referirse a la vejez son peyorativas: viejo, anciano, senil, entre otras más. Está otra propuesta para referirse a la vejez con términos no violentos como: la tercera edad, adulto mayor, envejeciente, junto con la aceptación de la muerte propia y de los pares.
Dentro de esta última propuesta, se hace énfasis en el cuidado de la salud desde que se es joven, o por lo menos, como adulto, mantener un régimen de cuidado general por el cuerpo, contemplando una adecuada alimentación, actividad física, relaciones sociales familiares y no familiares. En síntesis se propone vivir sanamente y con bienestar, vivir como un viejo joven y no como un viejo viejo (Neugarten, 1999: 61), condición que estará determinada en parte por la ausencia de incapacidad y por el grado de autonomía. Esto no resulta tan sencillo para todos los miembros de una sociedad, sea cual fuere, por las condiciones de desigualdad que pudiesen imperar.
Sea viejo joven o viejo viejo, en nuestras sociedades industrializadas los envejecientes residen en sus propios hogares, cuidando de sí mismos e independientes del resto de su grupo primario en tanto que puedan subsistir en solitario, es hasta que ya no pueden valerse por sí mismos, que en algunos casos los hijos pueden aceptarlos como residentes en sus domicilios. Sin embargo, cada vez es más frecuente que los envejecientes sean internados en asilos. Frame 53
En general, se observa que en nuestra sociedad4, el envejeciente no juega aparentemente ningún rol familiar importante, a no ser que sea propietario de bienes de los que depende el resto de la familia (Fericgla, 1998: 141-143).
Habitualmente, señala Vega y Bueno (1996: 19), existe el esteriotipo de que los cambios que se producen en la vejez son negativos; consisten en cambios en los que fundamentalmente se van perdiendo las habilidades y las capacidades que se adquieren en la juventud y la edad adulta. Una numerosa cantidad de prejuicios negativos sobre la vejez, son incluso compartidos por los mismos adultos mayores.
Entre lo prejuicios más frecuentes observados, por ejemplo en Estados Unidos, se encuentran: la senilidad acompaña inevitablemente a la edad; la mayor parte de las personas mayores se encuentran aisladas de su familia; la mayoría de las personas mayores tiene mala salud; las personas mayores suelen ser víctimas de crímenes más frecuentemente que los jóvenes; la mayoría de las personas mayores es pobre; las pensiones son la principal causa del déficit de la seguridad social; los trabajadores mayores son menos productivos que los jóvenes; las personas mayores se jubilan a causa de su mala salud o de la proximidad a la muerte; las personas mayores no tienen ni capacidad, ni interés en las relaciones sexuales; la mayoría de las personas mayores termina sus días en un asilo (Kart, 1990, citado por Vega y Bueno, 1996: 19).
Como se puede observar, a los adultos mayores se les ha definido sistemáticamente en negativo: son personas que ya no trabajan, ya no consumen, no tienen hijos, ni conviven con los que tuvieron porque los hijos ya tienen su nuevo hogar; sin embargo, esta definición social no se corresponde a la realidad. Existen segmentos poblacionales de envejecientes que cuentan con una sólida situación económica, que mantienen un contacto frecuente con sus familiares y que por lo tanto la vejez no es sinónimo de soledad.
Lo anterior no significa que se niegue o deje de reconocer que existen otros segmentos de envejecientes que encarnan esa definición negativa de la vejez, sin embargo como en el caso de Europa no se trata de la mayoría de los viejos (Fericgla, 1998:147).
1.3. El impacto de la vejez sobre los papeles sociales
La mujer en términos culturales ha sido asignada como la responsable de mantener y organizar la unidad doméstica, mientras que, el varón es responsable de proveer de los recursos materiales. ¿Cuál es la nueva posición del varón dentro de la unidad doméstica? La respuesta a esta pregunta se remite a las actividades sociales asignadas al género masculino, que se centran en dos ejes que delimitan la entrada en la adultez y continúan hasta la vejez: la familia y el trabajo5 (Rodríguez , 1998: 93).
Por un lado la familia, la cual es primaria y universal. Primaria por su morfología, estableciendo en su interior relaciones personales intensas y recíprocas, confiriendo a sus miembros una conciencia de identidad tanto individual como grupal. Universal, porque existe en todas las sociedades y en todas las épocas históricas, variando su tipología pero no sus funciones: sexuales, económicas, reproductivas y de socialización (Rodríguez, 1998: 103).
La conformación de una familia es precedida por el matrimonio o en su defecto la unión condensada entre ambos miembros de la pareja, relación a la que le sigue el nacimiento de los hijos6 debiendo ser responsable de ella, proveyéndole de los recursos materiales para su bienestar y velando que los miembros que la componen se desempeñen favorablemente en términos sociales: Esto queda constatado una vez que los hijos llegan a su periodo de vida productivo y de procreación, actuando de acuerdo con los criterios culturales establecidos.
Por otro lado, el trabajo será el elemento que posibilite al varón proveer a su familia de los recursos materiales para su reproducción cotidiana; el trabajo constituye tradicionalmente para el caso del varón una actividad que además de lo material representa la oportunidad de canjearse prestigio y en consecuencia status social, de manera paralela las relaciones sociales se amplían, se configura parcialmente la identidad de género gracias a esta actividad, se estructura el tiempo vital (trabajo-ocio) y se cuenta con un recurso para obtener satisfacción.
Una vez que el varón llega a la vejez, enfrenta a una familia cuyo ciclo vital no presenta la misma dependencia material ni social con respecto a él, así también, enfrenta una relación distinta con el trabajo, pues ya no cuenta con el perfil pertinente para continuar como responsable de alguna actividad productiva dentro del mercado. De ahí que, una de las consecuencias que enfrenta es el retiro.
Bajo la lógica materialista de las sociedades actuales, la valía del ser humano se ha fundado básicamente en su productividad económica. Por lo que podríamos decir, en el caso de los retirados que, la vida no es valorada, instalándose el sentimiento de inutilidad en la persona, pues como no tiene un trabajo remunerado, no se es útil a la sociedad, razón por la cual ésta a su vez, la confina y rechaza (González, 2007: 17; Hernán, 1996: 40-42).
Junto con ello, la persona retirada encara el proceso natural de deterioro de sus capacidades físicas y sicológicas, que en el mejor de los casos, si se trata de un envejeciente varón que tuvo una vida previa con buenos hábitos alimenticios, actividad física continua, favorables antecedentes de salud, afrontará el deterioro propio de la edad.
En caso contrario de haber encarado sucesos vitales desfavorables en tiempo previo al esperado, como por ejemplo: muerte de la pareja, muerte de un hijo, separación, intermitencia laboral, despidos, problemas físicos o sicológicos.
Con base en lo anterior y siguiendo la pregunta planteada ¿cuál es la nueva posición del varón dentro de la unidad doméstica? La posición que ocupa, es una posición incómoda, con fuertes presiones sociales que pueden producir la vivencia de estrés haciendo aún más difícil su proceso de aceptación y adaptación a su condición de envejeciente varón.
Su identidad ahora tendrá que ser configurada con base en otros elementos ajenos a su historia y a su condición previa de individuo productivo, ocupando un espacio en el que resulta extraña su presencia, espacio en el que las actividades que se llevan a cabo del mismo modo resultan ajenas sino es que proscritas a su género, y en todo caso, es poco probable que las actividades domésticas se correspondan a las actividades cotidianas que desempeñaba en su trabajo.
Como se puede observar, las fuentes sociales de poder asignadas al varón se encuentran diluidas al llegar a su vejez, fuentes que se objetivaban en: la dependencia de sus familiares hacia él y el desempeño de una actividad pública remunerada7. Al parecer la única fuente de poder que le queda es la de manifestar su voto al término de cada legislatura política (Fericgla, 1998: 141).
En los varones, la pérdida del referente del trabajo supone una difícil prueba que les obliga como ya vimos, a reconstruir su vida a partir de edades ya avanzadas. Con base en esto, se ha observado como consecuencia inmediata que los varones que se jubilan sufren un importante aumento de enfermedades somáticas y psicológicas, llegando incluso en algunos casos a la muerte rápida (en los dos años siguientes a su retiro), casos que previamente no registraban patologías diagnosticadas (Fericgla, 1998: 143).
En contraste, la mujer es engrandecida en el espacio de la casa, el varón es empequeñecido dentro de la casa, porque en ella se dan actividades, tareas y procesos de transformación de los bienes y servicios propios del género femenino e impropios para el género masculino.
¿Qué entonces va a dominar el varón cuando su vida cotidiana después de su retiro o jubilación8 propone una inserción a la inactividad, cuando su medio social señala que su actividad tiene valor solamente fuera de casa y siempre y cuando sea remunerada?
La promesa del retiro o de la jubilación es una vuelta a casa, con la familia, compensando el tiempo que se estuvo ausente. Desde luego que, se trata de una promesa ingenua, porque en principio de cuentas no hay tiempo que se recupere y la inserción a la casa con una cantidad de tiempo completa y desconocida, demanda del individuo una capacidad de adaptación, que de inicio lo coloca en una situación de conflicto, porque se encuentra en un escenario (la casa) en el que el ser y hacer es predominantemente femenino.
Un espacio en el que se le confina al varón, habiendo muy probablemente sido socializado en la vivencia de la libertad de estar ausente de la casa, porque su lugar social como varón es el lugar público. Mientras que el lugar social tradicional de la mujer es el lugar privado.
A este respecto Bourdieu (2000) apunta que, la peor humillación que puede recibir un hombre, es el verse asociado o calificado como mujer. Insistimos ¿Cómo entonces podrá el varón conciliarse como jubilado (en el caso que lo sea) permaneciendo en un escenario culturalmente feminizado?
Y la mujer por su parte, ¿de qué manera tendrá que comportarse ante la presencia de aquel que estuvo ausente la mayor parte del tiempo? Vive el dilema de continuar o cambiar su forma de conducirse dentro de la casa, debiendo en el mejor de los casos, evaluar que cosas mantener y que otras modificar.
Ya sea que se introduzca o no en un proceso reflexivo, ella se encuentra en un espacio que le es conocido y reconocido, por lo mismo, se encuentra en un espacio que domina, que le resulta familiar desde los ínfimos detalles hasta las tareas más elaboradas, como por ejemplo la organización de festejos. Por lo tanto, se encuentra en una condición de ventaja en comparación con su pareja.
En este sentido, trabaje de manera remunerada o no, la mujer se encuentra disponiendo actividades por y para la casa que le son naturalmente propias. Difícilmente sufrirá una crisis de identidad sobre su hacer doméstico cotidiano al momento de llegar a su vejez9, pues desde que nace su destino social está establecido para configurarse a sí misma a través del otro y de lo otro, del otro que es la familia, el esposo y los hijos, y de lo otro que es la casa.
¿Cuáles son los posibles caminos que la pareja puede tomar? Uno es de colaboración, otro es de resistencia por una de las partes o peor aún, por ambos.
En el primer camino, en el de la colaboración, se podrá encontrar que la disposición abierta y explícita que se tiene del tiempo, es un recurso con grandes posibilidades de ocupar para: divertirse; liberarse del aburrimiento y la rutina, desarrollando actividades de interés mutuo o personal que antes no se pudieron llevar a cabo justamente por falta de tiempo, pudiendo con esto producir una nueva red de relaciones sociales. Viajar; emprender una nueva actividad económica de tiempo parcial o de tiempo completo; fortalecer o mejorar la salud con actividades físicas regulares, es decir, hacer alguna actividad deportiva en la medida de las propias posibilidades.
En caso de que el camino para afrontar este desequilibrio de poder por la pareja sea el de la resistencia, el pronóstico para lograr un ajuste favorable de mutuo entendimiento y asunción de su nueva condición como paraje envejeciente, es desalentador, pues las diferencias se agravan y acumulan conforme transcurre el tiempo, sin llegar a establecer acuerdos y plantear esfuerzos y ajustes mutuos. Dicha condición que va deteriorando la relación y debilitando los sentimientos afectivos favorables, que hasta ese momento se profesaban, son remplazados por sentimientos desfavorables que producen una distancia emocional, que se ve reflejada en la evitación del uno por el otro, o bien, en una evidente evitación mutua.
La irritabilidad, la indisposición, el menosprecio, van ocupando cada vez más un mayor espacio en la dimensión emocional de cada miembro de la pareja, entre cuyas consecuencias se encuentran: el silencio, las respuestas cortas y despojadas de emotividad íntima. Al final, sólo se encuentran dos perdedores, cuyos actos están escribiendo un cierre de vida de pareja insatisfactorio y estéril. Guiados por el espejismo de no retroceder en sus posiciones, ni ceder frente a las argumentaciones, porque ello significa reconocer que se está equivocado, que se está actuando con la sinrazón, y por lo tanto, con la imposición.
En realidad, se pueden estimular batallas absurdas buscando que el estado de relación como pareja y con respecto al poder, continúen como hasta ayer, se fortalece la inflexibilidad y con ello se fortalece la posibilidad de una convivencia tensa y desgastante, para ambos, tanto para el que está en guardia de buscar controlar como para aquel que está alerta de no dejarse controlar ¿quién de ambos está en cuál lugar?
Reflexiones finales
Existen cambios con la vejez que exigen un proceso de aceptación y adaptación de aspectos vitales de la vida cotidiana de ambos géneros, y que como consecuencia obligan a un redimensionamiento de la relación de pareja. Los cambios en la vejez afectan de manera diferente al hombre y a la mujer; mientras que el hombre afronta una condición de pérdida de la autonomía.
Debido al proceso de socialización al que es sujeto particularmente el varón como género, sumada a la lógica materialista del mundo actual, la pérdida del poder económico no puede ser compensada con su inserción al ámbito doméstico.
La mujer, en tanto que configurada a ser para el otro o los otros, cuenta con una devolución afectiva por parte de los hijos y del entorno social (familiar y no familiar) que le hace menos difícil la aceptación de su vejez. Y en caso de contar con esta devolución afectiva de manera limitada, tiene el recurso de producir servicios de atención y bienestar a los demás. Si bien es cierto que esta conclusión no es del todo generalizable a todos los casos, si podemos considerarla para la mayoría.
Dicho esto en otras palabras, salvo que en la mujer se presente un proceso de envejecimiento acelerado, la importancia social de la labor doméstica permanece constante. Con el retiro de la vida económica, el varón se ve inmerso en un proceso desconocido para el que será necesario utilizar recursos de adaptación nuevos y por lo tanto diferentes, que resultan al mismo tiempo, ajenos a la dinámica previa de status social que vivía.
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