CUANDO LO COTIDIANO SE TORNA MALESTAR
Aída Mercado Maya
UAEM
Casi todos los estudios realizados sobre la salud mental de las mujeres indican que la depresión es el trastorno psicopatológico predominante (Burin, 1991).
Lo anterior puede estar relacionado con algunos factores predisponentes. En diversos estudios se ha corroborado que las mujeres son más susceptibles a la depresión y entre los factores que las conducen a ella están las pérdidas.
Por ejemplo, Burin (1991) señala que la pérdida de la relación de pareja puede llevar a no encontrar alternativas de vida para su situación, dicha pérdida trae como consecuencia una falta de comunicación íntima y confidencial, aislamiento social, falta de soporte o apoyo, que conduce a la depresión.
Bernard (1971) puntualiza que las mujeres cuando se encuentran involucradas en una situación conyugal desarrollan cierta dependencia a la pareja, lo cual las convierte en personas temerosas y deprimidas, pero aun bajo estas condiciones se consideran felices ellas mismas; por lo que la pérdida de este esquema de vida las deja sin ninguna seguridad y sin elementos para afrontar su propia vida.
La filosofía de vida de este tipo de mujeres parece radicar en que son felices sólo si hacen felices a otros (Burin 1991). Por lo que en la depresión las mujeres tienden a acusarse, a sentirse culpables por la pérdida de la pareja, se angustian, se aíslan y pierden la confianza en sí mismas (Grinberg, 1988). Toda posibilidad para continuar con su vida es negada, lo único posible es una soledad culposa (Bart, 1979). Según Kristeva (1987), las mujeres han aprendido a pensar en sí mismas como perdedoras o, por lo menos, a actuar como tales; las mujeres han dedicado su vida a un concepto de lo que imaginan deben ser, dejando a un lado ser ellas mismas, adoptando patrones que solo favorecen a otros.
Cuando ya se tiene un papel, una imagen de lo que se debe ser, de lo que se debe decir, de cómo se debe actuar y se presenta la pérdida, el dolor que se genera ante ella es profundo y paralizante, dejando a las personas que pasan por esta situación en un tiempo sin tiempo, re-escenificando a cada momento su pasado y excluyendo del presente toda posibilidad de cambio.
La depresión lleva a las personas a cuestionar su propio ser, ya que cuando se pierde a alguien es necesario quitar a ese ser de sí mismo y dejar de ser para uno mismo, lo cual conduciría a un ¿quién soy?, ¿para quién soy?, de ahí la dificultad de dar sentido a la vida.
Con base en lo anterior, se puede sugerir que los problemas de la depresión en las mujeres se encuentran relacionados con la vida familiar de las mismas, ya que la seguridad para este grupo está dada en gran parte por otros.
Freden (1986) manifiesta que la separación de la pareja es el más importante de los factores que pueden precipitar una depresión. Es probable que la separación signifique la pérdida de muchas oportunidades y al mismo tiempo representa una clara amenaza a la autoestima, ya que la separación implica cambios radicales en muchos niveles, como el económico o simplemente el hecho de enfrentar tareas que antes se compartían con la pareja.
Para las mujeres, el amor, la vida en pareja, representan la máxima aspiración de su vida, por lo que vivir sin amor significa que su vida no tiene ningún sentido, convirtiéndose en un ser sin saber qué hacer. (Chesler, 1973).
Así, la mujer se completa en la entidad pareja, de la cual forma parte como representación de sí misma.
La individualidad o la vivencia de autonomía como conciencia de sí es temida y ocasiona sufrimiento (Lagarde, 1990). En esta cosmovisión, ser mujer es ser-en-la-pareja. El contenido, la finalidad y el sentido de la vida de las mujeres giran en torno a la pareja, aun cuando la relación pueda resultar no satisfactoria.
Las mujeres basan sus metas y su vida misma con relación a otros, que no son ellas por ellas mismas, sino por el rol que desempeñan o que creen deben desempeñar; de ahí que no se puedan plantear objetivos claros y precisos en torno a su propia existencia, no se debe dejar de lado el hecho de que la mujer ha sido educada para servir a otros postergando sus intereses, metas, expectativas y desarrollo personal.
Muchas mujeres recibieron mensajes que, de alguna manera, originaron que pensaran en sí mismas como de poca valía, débiles, dependientes o inútiles. Las presiones han hecho que las mujeres se conformen, que sean lo que otras personas quieren y lo que piensan que deben ser.
Cada día la vida de las mujeres es afectada de alguna manera por los conflictos que confrontan; ejemplo de ello es el cambio en los patrones tradicionales de vida, lo cual para las mujeres modernas resulta en la incomodidad. Las mujeres no sólo se sienten indecisas a un nivel personal con respecto a lo que quieren y quienes deben ser, sino que también son confrontadas por presiones externas.
Estos conflictos internos y externos se generan conforme las circunstancias cambiantes; es decir, el enfrentamiento de las actitudes ligadas con las tradiciones contribuye a la conformación de una autoimagen irrealista y confusa que tienen muchas mujeres.
El resultado de esta mezcla de actitudes que cambian lentamente y circunstancias que lo hacen rápidamente es que los roles y estilos de vida de las mujeres modernas están siendo empujados y jalados en dos direcciones.
En respuesta a lo anterior, las mujeres frecuentemente se colocan en contra, no solamente de los hombres, sino también de otras mujeres. Algunas mujeres defienden tercamente sus roles tradicionales. Algunas se consumen en el disgusto, descontentas con su suerte. Otras vuelven la espalda a los problemas femeninos y es muy probable que la mayoría se sienta perpleja y confundida, sin poder definirse a sí misma con claridad, en lucha constante por entender su propia singularidad, sus propios potenciales, sus propias relaciones y sus propios destinos.
Las condiciones de vida de una mujer generalmente se evalúan con relación a su estado civil, número de hijos, actividades domésticas, actividades laborales, etc., dejando a un lado sus intereses, metas, deseos de superación y desarrollo. Cuando en la vida de una mujer predominan sentimientos de inutilidad, culpabilidad, impotencia, desesperanza, ansiedad tendencia al llanto, pérdida del interés y una cierta incapacidad para cumplir con las actividades cotidianas, además de la presencia de un cambio afectivo anormal y persistente, es probable que a todo lo anterior se asocie la presencia de depresión, la cual conlleva vacío existencial; ambos aspectos han sido descritos por Kristeva (1987) de la siguiente manera: se vive en abismo de tristeza, un dolor incomunicable que a veces absorbe, y en muchos casos se da por largos periodos, hasta hacer perder totalmente el gusto por la palabra, por la acción, por la vida misma.
La depresión es el mal del siglo, y se puede atribuir al contexto social y su corte con los nexos simbólicos. Se vive una fragmentación del tejido social que no puede ofrecer ayuda alguna a la fragmentación de la identidad psíquica que vive la persona deprimida, por el contrario, conlleva un agravamiento (Kristeva, 1987).
La significación subjetiva de los sentimientos de pérdida, de culpa, de fracaso está antes socialmente significada, y la propia significación subjetiva se verá limitada en su repertorio de posibilidades, al sentido social que se le otorgue a esos sentimientos. Además en el caso de la culpa y el fracaso, las mujeres tienen claras y fundamentales connotaciones ideológicas, propias de la cultura.
Derivado de lo anterior, Burin (1987) refiere que la mayoría de los factores predisponentes de la depresión en las mujeres reconocen a los roles genéricos como un aspecto fundamental de la misma figurando entre ellos el rol maternal, el conyugal, el de ama de casa, el social de trabajadora doméstica y extradoméstica (por doble jornada de trabajo). Un factor de riesgo que se denuncia en forma constante es la tendencia de la mujer a materializar todos sus roles, más allá del maternal específico.
Por otra parte, algunos modos de vida tradicionales para las mujeres han sido estudiados y analizados como constituyendo factores de riesgo, entre ellos se encuentran el matrimonio, el tener tres o más niños pequeños, el aislamiento social, la falta de soporte o ayuda por parte de amistades, la falta de comunicación íntima y confidencial con la pareja, etcétera. (Durkheim citado por Burin, 1987). En su análisis sobre el suicido, refiere que el matrimonio no protege a las mujeres contra éste, en tanto que sí lo hace con respecto a los hombres. El nacimiento de los hijos reduce la tasa de suicidios en las mujeres, y a medida que aumenta la densidad de la familia, disminuye también la tendencia suicida en ellas.
Este autor indica que, a medida que los hijos van creciendo y se alejan del hogar, para las mujeres quedan muy pocas reglas fijas en su vida, fenómeno caracterizado como ausencia de normas o anomia; Riesman (1985) siguiendo este modelo de análisis señala que las personas autónomas no presentan mayores problemas cuando envejecen, pero las muy adaptadas, que encuentran un sentido a sus vidas realizando tareas definidas culturalmente, se sienten como anómicos cuando ya no se tienen estas prescripciones culturales.
Pensar en las representaciones que la cultura produce sobre la salud y la enfermedad, lleva también a pensar en los medios utilizados para hacer circular tales representaciones en la cultura. En el caso de las mujeres, el universo simbólico que las identifica en tanto madres, y supone una identificación mujer = madre como garantía de su salud mental, se ha valido de diversas prácticas sociales para lograrlo: educativas, asistenciales, las relativas a la maternidad, entre otras (Langer, 1976).
Bernard (1971) publicó un estudio en donde revela datos obtenidos en investigaciones realizadas entre parejas matrimoniales y entre mujeres consultadas acerca de su vida conyugal; en su trabajo destacó el deterioro en la salud mental de las mujeres producido a posteriori de su matrimonio; una de las situaciones relacionadas fue el hecho de no cumplir con el rol tradicional de ser madre.
En la salud mental de las mujeres se ha destacado una condición común y compartida entre los roles de género femenino, que se organiza alrededor del concepto de maternidad (rol maternal, función materna, ideales maternos, deseos maternos, experiencia maternal, etc.). La particularidad del estatus de la mujer que es madre y el papel central que desempeña en la mayoría de las mujeres (aun de aquellas que sin ser madres, materializan otros roles), explica por qué constituye un riesgo para la salud mental de una persona (Burin, 1991).
Hay prácticas sociales relativas al ejercicio del rol maternal que indican un alto nivel de expectativas respecto de su cumplimiento, como se expresa en la frase: una madre siempre se las arregla para satisfacer a los suyos, que pueden coincidir con factores de riesgo, tales como carecer de una red de apoyo confiable (amigos, familiares, etc.), con lo cual el ejercicio del rol constituye un factor de riesgo severo para la salud mental de las mujeres.
Otra característica que otorga un matiz de riesgo al rol materno es que éste desgasta, pero la mayoría de las mujeres no le dan importancia, es parte de su función y no tiene porque representar cansancio para ellas, se trata de un verdadero trabajo invisible que realizan. El cansancio por el trabajo maternal está claramente asociado con el malestar de las mujeres, pero suele aparecer bajo la forma de angustia, sentimientos de culpa, hostilidad reprimida o trastornos psicosomáticos.
Burin (1991) coincide con lo anterior refiriendo que las condiciones opresivas de la vida cotidiana de las mujeres se constituyen como factores de riesgo para su salud mental. Ejemplo de lo anterior es el papel que ha jugado la mujer a partir de la Revolución Industrial, donde el poder quedó conferido a la mujer a partir del aspecto afectivo, y cuyo escenario se traspasó a lo doméstico, ganando la máxima expresión a través de los roles que desempeñaron desde entonces: madre, esposa y ama de casa. La respuesta a lo anterior ha sido el malestar femenino, el cual se revela a la sedimentación de un conjunto de actividades y actitudes que, bajo la forma de rutinas y hábitos, se mantienen constantes por un periodo prolongado (Burin, 1991) y se instituyen en la vida cotidiana, conformada por la suma de rutinas siempre presentes, pero que, por conocidas y esperables, nunca son registradas ni cuestionadas; pareciera que la vida cotidiana correspondiera al ámbito de lo natural.
¿Cuándo lo cotidiano deja de ser natural para tornarse en malestar? Lo anterior puede tener respuesta en el cuestionamiento que el hombre se hace de su propia vida, cuando se da un análisis crítico de la rutina.
Dicho análisis no corresponde sólo a los estudiosos o investigadores de la vida cotidiana; una nueva dimensión de ella está dada desde sus mismos protagonistas, que la ponen en cuestión cuando entran en crisis.
Al respecto Burin (1991) opina que uno de estos grupos humanos que cuestionan y problematizan sus vidas, son las mujeres. Cada vez es más frecuente que las voces de éstas como grupo humano diferenciando debaten sobre las condiciones en que se desarrollan su cotidiano. Una de las formas en que las mujeres manifiestan los trastornos de su rutina es a través de sus síntomas, como expresión de su malestar.
Chodorow (1984), por su parte, llevó a cabo una serie de estudios, en los cuales encontró que la orientación social de los hombres es profesional, mientras que de las mujeres es personal. En la competencia hacia el éxito, los varones confirman el sentido de su subjetividad si se demuestra que, comparados con otros, ellos ocupan una posición superior. En cambio, las mujeres confirman su sentido de subjetividad si se demuestra que pueden mantener el valor de sus relaciones armónicas con el resto.
La maternalización de todos los roles que desempeñan la mujeres y la propia cultura en la que se encuentran inmersas las predisponen a estar más atentas a las emociones y sentimientos propios y ajenos, especialmente cuando éstos tienen un toque de dolor, sufrimiento, frustración, angustia e insatisfacción, de modo que la pérdida de tal poder las deja sin un sentido propio hacia dónde dirigir sus esfuerzos, lo cual genera un sentimiento y un pensamiento acerca de que la mujer ha sido educada para vivir su vida y que ésta le será satisfactoria en la medida en que se encuentre ligada a otros.
Cabe hacer mención que el hombre es el único que puede ser consciente de sus actos y, por lo tanto, tomar responsabilidad sobre los mismos; nada suple a nada, no es posible que el hombre se llene de una serie de actividades sin sentido, tratando de cubrir con ellas su vacío, como si la trascendencia y la autorrealización personal estuviera en función de los compromisos que establece el hombre con los demás (Frankl, 1990).
La vida cotidiana puede perder sentido, tal como lo indica Frankl (1993), proyectar a la persona al sentimiento de vacío existencial, el cual se manifiesta en tedio. De hecho, el hastío es hoy causa de más problemas de tensión.
Las mujeres han aprendido a pensar en sí mismas como perdedoras o, por lo menos, a actuar como tales; las mujeres han dedicado su vida a un concepto de lo que imaginan debe ser (reflejo de lo cotidiano), dejando a un lado el ser ellas mismas, utilizando su energía en representar un papel, proyectando imágenes que solamente complacen a otros (Kristeva, 1987).
Las mujeres deben ser conscientes de que hay una gran diferencia entre ser cariñosas y actuar en forma cariñosa, entre ser tontas y actuar como tontas, entre saber y actuar como que saben (Jongeward, 1991).
No es necesario que nadie se esconda tras una máscara, más bien se deben rechazar las auto imágenes irrealistas de inferioridad.
La autonomía individual no radica en el estado civil, sino en la fe básica que todo ser humano debe tener sobre sí mismo.
El sentido de la vida versa en el significado concreto de la existencia de cada individuo en un momento dado. Toda persona tiene su propia misión a cumplir, cada uno debe llevar a cabo un cometido concreto. Por tanto, no puede ser remplazado en esa función ni su vida puede repetirse; su tarea es única así como su oportunidad para instrumentarla (Frankl, 1990).
El ser humano no es una cosa más entre otras cosas, ya que éstas se determinan unas a otras, pero el hombre, en última instancia, es su propio determinante. Lo que llegue a ser —dentro de los límites de sus facultades y de su entorno— lo tiene que hacer por sí mismo (Frankl, 1991).
La felicidad no le es negada al hombre, es el hombre mismo el que no establece los fundamentos de la felicidad, son el hombre y la mujer que no dan cabida a su propia potencialidad y en la situación particular de ella, es ésta la que no reconoce el sentido de su existencia, más allá de su situación de vida.
Una mujer triunfadora no debe sentir temor de tener sus propios sentimientos y de utilizar sus conocimientos, no se siente desvalida ni tampoco participa en juegos de culpa; asume su responsabilidad respondiendo apropiadamente a las diferentes situaciones en que se encuentra inmersa, no mata su tiempo ni su persona, vive el aquí y el ahora, conoce su pasado, está consciente de su presente y mira confiada hacia el futuro, sobre todo llena su vida de contenido.
Para concluir, se puede decir que el propósito o sentido de existencia no radica en las funciones que, de acuerdo con otros, pueda desempeñar, sino en el reconocimiento de su valía personal y que hace suponer que las experiencias, aun las más dolorosas, deben favorecer la búsqueda de un sentido nuevo hacia la vida (Frankl, 1992).
Bibliografía
Bart, P. 1979. “Depresión en mujeres de mediana edad” en Mujer, locura y feminismo. Dédalo, Madrid.
Bernard, J. 1971. La paradoja del matrimonio feliz. Basic Books, Nueva York.
Burin, M. 1987. Estudios sobre la subjetividad femenina. Mujeres y salud mental. Grupo Latinoamericano, Buenos Aires.
__________. 1991. El malestar de las mujeres. Paidós, Argentina.
Chesler, P. H. 1973. Mujeres y matrimonio. Avon Books, Nueva York.
Chodorow, N. 1984. El ejercicio de la maternidad. Gedisa, Barcelona.
Frankl, V. 1991. La presencia ignorada de Dios. Psicoterapia y religión. Herder, Barcelona.
__________. 1992. Teoría y terapia de las neurosis. Iniciación a la logoterapia y al análisis existencial. Herder, Barcelona.
__________. 1993. El hombre en busca de sentido. Herder, Barcelona.
Fredén, L. 1986. Aspectos psicosociales de la depresión. Fondo de Cultura Económica, México.
Grinberg, L. 1988. Culpa y depresión. Alianza, Madrid.
Jongeward, S. 1991. Mujer triunfadora. Addison-Wesley, Iberoamericana, EE.UU.
Kristeva, J. 1987. Depresión y melancolía. Gallimard, Barcelona.
Langer, M. 1976. Maternidad y sexo. Paidós, Buenos Aires.
Riesman, D. 1985. La muchedumbre solitaria. Paidós, Buenos Aires.
No hay comentarios:
Publicar un comentario